martes, 8 de septiembre de 2015

El Paso

Ensayo de Policial

El joven, aterrado, contenía su respiración escondido en el lavabo del hediondo baño de la estación de servicio, mientras ese extraño hombre silbaba tranquilamente al orinar. Había tenido la suerte de estar en el baño cuando el sujeto se bajó de una camioneta blanca y avanzó con determinación, pistola en mano, hacía el interior del local donde el encargado se encontraba, como todos los viernes, haciendo el balance económico de la semana.
El muchacho permaneció inmóvil, agazapado, deseando pasar inadvertido mientras se producía lo que creía un simple robo.
La estación de servicio, estaba ubicada en un lugar desolado, un paraje de ruta a unos quince kilómetros del pueblo más cercano. Eran mayormente camioneros quienes paraban a repostar gasolina, además de los pocos vecinos de la zona, que transitaban el campo con sus cansados y derruidos tractores.
- ¿Quién me manda a meterme en este quilombo? – Rezongaba el joven para sus adentros, mientras suspiraba con alivio al escuchar alejarse los pasos del vándalo. Sabía que algo andaba mal, por la tranquilidad del sujeto y el atroz silencio que se mantuvo durante el episodio. Agustín Distéfano era su nombre, y aunque provenía de una población cercana, nadie lo conocía en el pueblo. Alquilaba una pieza en una estancia vecina a la estación de servicio. Pasaba su tiempo observando el campo y retratando aves silvestres, cuando no atendía los surtidores de nafta por unos pesos que meramente le alcanzaban para cubrir sus gastos de manutención.
La afronta familiar se había encrudecido tras el fallecimiento de Don Olmos, antiguo y respetado vecino de Capitán Indarte, pueblo al que se llegaron sus antepasados, provenientes de Irlanda a mediados del siglo XIX. Su hijo menor, Ernesto, vivía de forma ermitaña en la casa materna de su difunta madre. Susana, la mayor de los dos hermanos Olmos, residía con sus hijos y esposo en una hermosa casa de un reciente vecindario del pueblo.
La herencia de Don Olmos constaba de una centena de hectáreas repartidas en tres campos, la estancia familiar; donde Susana y Ernesto se criaron, y la antigua estación de servicio “El Paso”, que era el mayor orgullo del pobre viejo Olmos.
Cristian Álvarez, esposo de Susana y cuñado de Ernesto, era el hombre de confianza de Don Olmos a cargo de la gasolinera. Incluso antes de que el pobre viejo cayera enfermo. Cristian siempre fue honesto, trabajador y un excelente padre de familia,  lo cual alimentó el deseo de su suegro de que este continuara gerenciando el negocio familiar tras su deceso.
Así fue que surgió la necesidad de contratar a un empleado que atendiera el negocio. Cristian debía ocuparse de todo y necesitaba una mano para cubrir al menos un turno. Muchos pasaron por el puesto. La falta de seriedad, y en algunos casos la facilidad de los hombres para meter la mano en la lata ajena, llevaron a Cristian a tener algunas refriegas y contiendas indeseadas. Algunas incluso con llamadas a la policía y denuncias de robo. Esto le ayudó a ganarse algunos enemigos entre los holgazanes de turno que habitaban Coronel Indarte.
Agustín había llegado tan sólo dos semanas antes del suceso, recomendado por un transportista de grano que desde hacía años paraba a repostar y conversar con Cristian.
Todos los viernes alrededor de las 22 hs. Cristian se sentaba en una mesita y repasaba los números de la semana. Sus amigos y algunos conocidos del pueblo, sabían que ese era el momento propicio para visitarlo y tomarse una copa con él. Era una de las pocas veces que permanecía en la estación de servicio durante el turno de Agustín. Incluso Susana, aprovechando que sus hijos ya eran adolescentes, hacía planes sin Cristian los viernes por la noche.
Luego de la explosión, cuando los bomberos consiguieron dominar el fuego, el agente Osvaldo Pugliese revisaba el perímetro buscando cualquier indicio que advirtiera la naturaleza de la explosión. Tarea difícil, siendo el fuego un gran destructor de evidencias.
El cuerpo incinerado de Cristian yacía en el interior del local. El estado del mismo no permitía determinar si había sido víctima de violencia, pero era determinante el hecho de que no haya podido escapar encontrándose su cadáver a escasos metros de una puerta que daba a la parte trasera de la estación. O en todo caso, la dimensión de la explosión habría sido tal como para terminar con su vida súbitamente. Sin embargo esta idea desconcertaba a Pugliese, ya que los surtidores se encontraban a una importante distancia del lugar donde fue hallado el cadáver del encargado.
Al día siguiente, el detective a cargo de la investigación; el anteriormente mencionado: Osvaldo Pugliese, tomó declaración a Susana. La reciente viuda se encontraba en un entendible estado de shock, pero además de ira y desdén. Comenzó a sugerir cada vez más notoriamente que su hermano Ernesto cargaba con la autoría del crimen de su esposo.
- Ernesto siempre ha querido hacernos daño, quien sabe lo que es capaz de hacer una mente enferma como la suya. Su envidia hacia Cristian y su terrible recelo vienen de hace tiempo. Nunca aceptó que nuestro padre depositará en mi esposo la confianza que no pudo cederle a su propio hijo. Además, no es novedosa para nadie la afición de Ernesto por explotar cosas.
Pugliese nunca tomaba las cosas así como venían de primera mano. Sabía que cada aspecto y cada hecho merecían al menos el beneficio de la duda. Tenía que haber algo más, algo que debía estar ahí en algún lugar de la escena. Quería ahondar más antes de dirigir su investigación sólo hacia Ernesto Olmos. Así es que, como buen investigador, mantuvo todas las variables abiertas. Además, aún no había prueba alguna de que la explosión haya sido causada voluntariamente.
Pocos sabían de su extraña obsesión de explotar todo tipo de objetos. Desde niño, Ernesto Olmos, ensayaba sus bombas caseras y sus pócimas explosivas utilizando todo tipo de material inflamable. Siempre ha sido metódico, silencioso e implacable en la ejecución de sus experimentos. Por este motivo era casi incomprensible como hacia tan sólo dos años, durante la noche de año nuevo, casi incendia su vivienda tras intentar desplegar una serie de fuegos artificiales caseros. Hasta entonces solamente unos pocos amigos de la infancia y su hermana conocían esta faceta de Ernesto, pero este último hecho y la necesaria actuación de los bomberos le dejaron en evidencia ante toda la comunidad.
No se dejaba ver mucho en el pueblo, ni se relacionaba con la gente. Era de dialogo corto, mirada furtiva y siempre parecía estar en actitud de alerta. En sus pocas apariciones sociales, podía vérsele en la taberna sentado en la barra y siempre jugueteando con un encendedor, dándole vueltas, abriendo y cerrando la tapa del mismo. Se trataba de uno de esos mecheros de bencina, que tenía tallada una visible y colorida imagen que cualquiera podría reconocer.
Luego de encontrar a Agustín Distéfano, quien se las había tomado luego de ver la muerte de cerca, la investigación de Pugliese dio un vuelco. Ahora tenía un testigo que aseguraba haber visto a un sujeto armado, y a la victima inconsciente en el suelo, atado de pies y manos. El pobre muchacho se sentía con culpa por haber huido sin dar aviso a la policía o a una ambulancia luego de ver tendido a Cristian Álvarez. El terror que sufrió y un exagerado instinto de supervivencia, le convirtieron en un cobarde. Pero eso es caso aparte. Ahora Pugliese también debía lidiar con la posible autoría del crimen por parte de  Agustín Distéfano: ¿Testigo o culpable? No obstante, su instinto le decía que el muchacho escapo víctima del espanto.
Luego del relato de Agustín, Pugliese fue a inspeccionar personalmente el baño de la estación de servicio, cosa que había dejado en manos de la policía científica. El baño era la única parte del lugar que no había sufrido grandes destrozos. Tras una minuciosa inspección, para su gran sorpresa, allí encontró el encendedor que Ernesto Olmos siempre llevaba consigo. ¿Coartada o descuido de asesino novato? Alguien podría haberlo dejado a posta, incluso llevarlo después de la inspección policial. O siendo un descuido del asesino, podría haber permanecido allí, apoyado en la pequeña ventana del baño. Esto último le parecía poco probable, no obstante se guardó esta información para sí y continuó con la investigación.
Sus hipótesis le fueron acercando poco a poco a desenredar la trama de un crimen bien planeado.
Un ex empleado de Cristian Álvarez, con quien tuvo un serio problema por falta de dinero en la estación de servicio, resultó ser amante, autor y cómplice de Susana en el asesinato de su marido. Además, por cierto, de ser el padre biológico del hijo más joven del matrimonio entre Susana y Cristian.
La descripción de Agustín coincidía con la del hombre que los viernes por la noche recogía a Susana en una camioneta blanca. Posteriormente, Agustín pudo reconocerlo en persona.
Cristian escondió a su mujer que había contratado a un nuevo joven como empleado. Susana le reprochaba el gasto que ese salario significaba y le decía constantemente que su padre, Don Olmos, se lo habría ahorrado.

Ernesto nunca bajo ningún motivo se desprendía de su encendedor. Además, jamás en su vida ha podido silbar. 

lunes, 8 de junio de 2015

El valor de las palabras

Se pueden conectar unas cuantas frases, es posible que estas formen ideas y tengan sentido. La combinación de las palabras da matices y color al discurso, al pensamiento, a la reflexión.  
Detrás de ese atuendo, detrás del maquillaje, frente al solitario espejo, las palabras, mis palabras, se quedan solas, envejecen, atentan con desintegrarse cual castillo de arena con el viento. Y su valor ya no es el de las frases inmortales, sino más bien todo se torna esclavo del tiempo. Polvo de estrellas, arte de la existencia, magia de vida.
La magia es tal porque es un instante.
Los sublimes instantes del existir hacen que las palabras sean como pequeñas piedras que uno lanza en el campo, allí quedan. Su valor, allí queda, también. Hasta que otro la toma y la vuelve a lanzar.
Hay veces que las palabras habladas, escritas, escondidas, gritadas; carecen de valor.
Dan ganas de callar y abrazar el silencio.
¿O siempre carecen de valor?
Una especie de abandono lento pero progresivo de toda creencia hacia las palabras. Un modo de agotamiento hacia lo que irremediablemente carecerá de sentido y de valor.
Una clase de náusea que vuelve y se apodera de los sentidos.

Alguna vez, las palabras han tenido tanto sentido que eran recitadas con el hermoso y fugaz fervor de la pasión. Como un espadachín que desenvaina y blande el acero por una causa que cree más importante que si mismo.
Después el tiempo desafila la pasión y lo fugaz se comprende como otra nueva sucesión de instantes que acompañan el paso de la existencia.

Y ahora mismo me veo con unas enormes ganas de gritar que esto no es así, y que no hay que abandonar las causas nobles ni la pasión que brota del corazón. Y no hay que hacerlo.
Pero de alguna manera, las palabras igual van perdiendo su valor. Porque lo sustancial es cada vez más asquerosamente exagerado.
Por estos motivos, quizá, mis palabras cada vez se pierden más en pensamientos de los que no quedan evidencias escritas.
Habrá que actuar y dejar que la acción narre las fábulas.

Sí, creo que es eso lo que sucede; el valor de la acción en  asedio al valor de las palabras.

miércoles, 8 de abril de 2015

De vez en cuando

(fragmento anexado a “Untergehen – Entrando al Reino de las Sombras”)

El día que me di cuenta que no era importante, todo varió. En realidad no fue un día, ni un punto, sino una lenta conciencia, de pasos arrastrados y actitud derrotada,  que camina hacia ese punto visualizado en el primer segundo de lucidez.
A partir de ese momento, al principio, experimenté una masiva perdida de interés en casi todo. Como si todo tuviese importancia gracias a mi estelar actuación, imaginaria o real. A esto le siguió la abulia y algunas nauseas. Así fuimos dando lugar a una larga serie de indeterminaciones que me estaban convirtiendo en una cáscara que camina. Ser yo o ser nadie venía siendo casi lo mismo.
Empecé a aburrirme, de todo. No había emoción alguna que me movilizara, bueno, no al menos alguna digna de mención.
Comenzaba a ser evidente que de mí mismo debía salir la acción liberadora o la decisión impulsiva que me llevara a dar un portazo, arrastrar mis vagos huesos a nuevas aventuras y perderme  físicamente, para encontrarme con el espíritu, con esa esencia silenciada del mundo que, aún, yacía y yace, dentro de la cara visible que viste mi mortalidad.
Cada tanto sucede que uno deja de ser importante; para alguien, para un grupo, para gente que pasa por nuestra vida temporalmente…incluso para los propios fantasmas que vagan como sombras en nuestra memoria. Por eso veo que el apego no lleva a buen puerto. Es un gran anatema de la existencia del hombre, que siendo mortal se apegue tanto a los que pasarán como él.
¿Acaso esta recurrente actitud justifica la creencia de una vida en el más allá? ¿No será que esa idea nace de la propia personalidad del hombre, de no abandonar aquello que ama? ¿Ni siquiera después de la vida?
Nadie ha vuelto de la muerte como para ayudarme a dispensar estas cuestiones. Sin embargo, parece existir una evidencia que brota del sentimiento del hombre, como signo de su ADN espiritual, que sugiere figuras de inmortalidad; rúbricas de fracciones de existencia que no se ven afectadas por la caducidad de los tiempos efímeros de la vida.

Así, emprendí la nueva empresa, o mejor  llamémosle; la osada cruzada de intentar no depender de la importancia que genero en los demás. Y si bien, tenía mis justificaciones para tal difícil ejercicio, supe más pronto que tarde que dotar de conciencia a todos los actos y acciones de un ex-animal, me conducirían a hacía una desesperación constante. Al controlar algo, debes controlar todo lo demás. Ya que las consecuencias de una primera intervención, influenciarían directamente en el resto, y así sucesivamente.
 En resumen, era necesario tener ciertas bases. Normas importantes que rijan un proceder que estuviese contemplado por el espíritu, para así no perderse en laberintos y abismos – como estos en los que me disipo al intentar abordar con más amplitud el tema inicial de este escrito -.

De por sí, la “importancia” (el hecho de ser importante) contempla una idea conjunta, es decir, una noción que comparten varios participantes. Y de cómo la intervención de los mismos genera un orden de prioridades y jerarquías, que ubican a cada uno en un lugar. Aunque no siempre sea el merecido o deseado. Entonces esta idea de importar, viene atada indefectiblemente al ego. El cual se ha ganado por repetición el título de “verdugo propio” durante la historia del hombre sobre la tierra. Y  también, aunque sólo en lo relativo al aspecto, a la posición, al dinero, al éxito efímero y demás banales comodidades; el ego también hace justicia de su impronta avasalladora y temperamental.
Supongo que debo intentar ser importante para mí mismo, sin ser un cretino para con los demás. Mucho menos con aquellos para quienes sí soy importante.
También, supongo que debo ser importante para los demás con quienes comparto dialogo, trabajo, afecto, compañía; sin que eso signifique competencia, egocentrismo absoluto, egoísmo o innecesario apego.
De cualquier manera, esto es importante. Pensar lo es. Vivir este instante cómo único lo es. No dejar pasar este pensamiento - como tantos otros – y tallarlo sobre un escrito también lo es.
Porque hay realidades invisibles que tienen mucha importancia, verdadera importancia, mayor importancia que muchas de nuestras preocupaciones cotidianas por las cuales perdemos la mira de lo que en realidad importa.
De esta manera fue que de vez en cuando abandono la abulia y el aburrimiento de nadar en este océano de aguas peligrosas, cuyas corrientes suelen arrastrarme hacía destinos fútiles e insípidos. Y me adentro en las profundidades para nadar en más dimensiones y rozarme con esas sensaciones que me demuestran fielmente que los de mi raza somos “mortales-infinitos”.
Pero sólo de vez en cuando.

PD: Dime de qué presumes y te diré de qué careces.


jueves, 12 de marzo de 2015

Teoria del guión

La gente quiere que su vida sea como un libro, quieren que tenga argumento, que haya una estructura; un comienzo, un desarrollo y un final. Quieren que las cosas tengan un orden, pero la vida no es eso, no hay estructura. Conozco a gente que ha tratado de dar una estructura a su vida, seguir un patrón, enamorarse, casarse, tener niños, todo en ese orden, pero, realmente, ¿cuándo ocurre todo eso de manera natural? Y cuando ocurre, aun así no hay un patrón, ni un argumento alguno.