El mundo es tan cambiante, tan inesperado, que es bueno construirse una guarida, no solo para desalentar al azar sino también y sobre todo para borrar las culpas que los buenos vecinos nos endilgan. Desde la guarida vemos transitar el invierno maldito con su helado cortejo. Vemos pasar a las brujas del norte con su esperpento globalizador. Y apenas distinguimos a través de la niebla a los buitres solemnes que perdieron el rumbo. En la guarida estamos ilesos mientras cunde algún desastre. Y nos contamos cuentos y encendemos la antorcha. Si en ella nos hacen compañía, vaya gloria plural. Y si estamos aislados, solitarios, vaya pobre singular. En la guarida, sin la entrañable plebe, somos los modestos propietarios de un milímetro del universo, de un centímetro del mundo. Somos tan transparentes, tan formales, tan ácidos, que el protoplasma añora sis antípodas y nos pide colores y hasta salmos de ateos. La eternidad se aburre o se calcina. Los deseos se asoman en el hueco y dejan flores por si acaso. En la guarida estamos casi a salvo. Nadie puede matarnos. Salvo la muerte, claro.
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